Milton Medran Moreira
La Religión y el laicismo
El 23 de septiembre de 2012, cuando aún ocupaba el trono
de la Santa Sede el recientemente fallecido Papa Benedicto XVI, publiqué el
artículo “El Papa y la laicidad” en el diario más importante de Porto Alegre
(Brasil), Zero Hora.
Comencé el texto reconociendo: “El Papa Benedicto XVI
hizo muy bien, en su reciente visita a Oriente Medio, pidiendo que allí se
respete la libertad religiosa y defendiendo un laicismo que calificó de
saludable”.
Como todos sabemos, el cardenal alemán Joseph Ratzinger,
entonces en el papado, siempre mostró posiciones muy conservadoras, a
diferencia de su sucesor, el Papa Francisco, que todavía hoy está en el cargo y
a quien con razón se le atribuyen posiciones muy progresistas y, en gran
medida, coincidentes con los anhelos modernos de pluralismo religioso y
laicismo.
Unos dos años antes, en una visita a España, con motivo de un acto sobre las tradiciones religiosas de Santiago de Compostela, Benedicto XVI hizo una historia de la tradición cultural española donde se incrementaron los conceptos contemporáneos de laicismo. Lamentó que el laicismo entonces defendido se posicionara como anticlerical y contrario al ejercicio de los poderes tradicionalmente reconocidos como ejercitables por la Iglesia. En aquella visita a España de 2010, Ratizinger sostenía que “para el futuro es necesario que no haya un enfrentamiento, sino un encuentro entre fe y laicismo”.
En el artículo “El Papa y el
laicismo” expresé optimismo y hasta cierta admiración cuando encontré que la
Iglesia, que en la época del surgimiento del espiritismo había luchado tanto
contra ideas como el pluralismo religioso, la libertad de pensamiento y en
particular, la remoción del poder
eclesiástico para influir en los poderes seculares ahora, por parte de su
máximo representante, admite todas estas ideas de posmodernidad, incluso
hablando de laicismo. Esto, para él, sería “saludable” en la medida en que
no negara a Dios y la espiritualidad.
Así que escribí en ese artículo:
“El auténtico laicismo es siempre saludable porque, sin
luchar contra las creencias individuales, admite la existencia de una gama
infinita de formas de interpretar lo divino y lo humano, la conciencia y el
universo buscando, en el conjunto de todo, el sentido de la vida”.
Es que:
“Paradójicamente, esas
mismas personas que ayer se rebelaron contra la victoria del laicismo sobre la
dictadura de la fe, ahora reconocen que solo en una sociedad genuinamente laica
hay lugar para que florezcan y crezcan los verdaderos valores del
espíritu. ¡Señales de los tiempos! Buenas señales. Totalmente de
acuerdo con la frase de Jesús de Nazaret, según la cual “el espíritu sopla donde
quiere”. Es evidente que cada vez más la espiritualidad se convierte en
sinónimo de humanismo. Emigra del reino inescrutable del misterio y el
dogma al terreno abierto y democrático de las experiencias humanas, contra el
cual se posicionan casi siempre las castas sacerdotales. Es la fuerza del
espíritu libre, la chispa divina presente en el hombre. A ella todo, se
conformará un día. Incluidas las religiones, cuando entienden que lo
verdaderamente sagrado es lo natural.”
De la teocracia al laicismo: un largo camino.
Hice la introducción anterior para resaltar que la
laicidad, a diferencia de lo ocurrido prácticamente a lo largo de la historia
del cristianismo, es hoy un valor reconocido como fundamental para el progreso
y desarrollo de cualquier sociedad, bajo aspectos culturales y como
estructurador de valores afines al humanismo.
Cuando vemos a un Papa reconocidamente conservador, como
Benedicto XVI, hablar de pluralismo religioso, de libertad de pensamiento y
sobre todo, de laicismo, es imposible no evocar cuánto, a lo largo de su
historia, el cristianismo ha combatido estas ideas. Habiéndose convertido, con
eventos como las Cruzadas y el largo período de la Inquisición, en una de las
teocracias más violentas que jamás haya existido en la historia de la
humanidad.
Pues fue en el siglo XIX, época en que surge el
espiritismo en Francia, extendiéndose desde allí a varios otros países
europeos, que este concepto de laicidad tomó fuerza y consolidación en el
occidente cristiano, aunque sus bases teóricas habían surgido antes.
De hecho, la visión teológica del mundo cristiano sufrió
una profunda modificación con el advenimiento de la Modernidad. Durante
todo el período que convencionalmente se llama Edad Media, una poderosa
teocracia dominó todo Occidente y parte de Oriente, donde el cristianismo
también hizo prosélitos. En ese contexto, Jesús de Nazaret, poco a poco,
dejó de ser visto como el extraordinario codificador de una doctrina moral
liberadora para ser visto como Dios mismo, miembro de la Santísima Trinidad;
cuyo sacrificio terrenal tendría como efecto la salvación del hombre cristiano
(y sólo a este), liberándolo del pecado original que según Agustín (354/430),
había dado lugar a la “Civitas Terrena”, en contraposición a la “Civitas
Dei”. Incluso en las concepciones más racionales de Tomás de Aquino
(1225/1274) y su escolástica, que reconocía el valor del Estado, el Derecho
Divino, del cual eran guardianes la Iglesia y el Sumo Pontífice, quedaban por
encima de cualquier poder estatal.
Este fue el escenario que dominó el mundo cristiano a lo
largo de la Antigüedad y la Edad Media. Sin embargo, entre los siglos XV y
XVI se produjo una verdadera revolución de ideas que se conocería como el
Renacimiento.
Nada más apropiado para caracterizar esta revolución que
la frase de Leonardo da Vinci:
“El
hombre es el modelo del mundo”.
Factores como la concepción copernicana que reemplazó la
visión ptolemaica de que la Tierra era el centro del Universo; el
descubrimiento de nuevos continentes; la invención de la imprenta y la
Reforma Protestante, dividiendo el cristianismo en dos bloques, generó una
nueva actitud del hombre hacia sí mismo y hacia la gran institución que hasta
entonces era todopoderosa, que era la Iglesia.
Es el humanismo valorizando al hombre y
elevándolo a la condición de centro del universo conocido, reviviendo así la
cultura helenística que el cristianismo había enterrado.
El proceso de modernidad que luego estalla, como bien lo
definen los pensadores católicos Francisco Catão y Magno Vilela (“Monopolio de
lo Sagrado” - Editora Best Seller)
“se
caracteriza por la interrupción y fragmentación tanto de la vida humana como de
la sociedad. En este contexto, es casi obligatorio considerar la religión
como una estructura sobrenatural impuesta a los humanos. Además de ser humillados
por la autoridad divina, los seres humanos son colocados en el papel de siervos
inútiles, como condición de la salvación. Por eso, en la raíz de la
modernidad, la afirmación de la autonomía humana se hará ante todo contra la
religión”.
Evidentemente esto crearía un conflicto entre el Estado y
la Iglesia, acostumbrada desde Constantino y Teodosio en el siglo IV, a ocupar
el papel de fuerza reguladora y moralizadora del Estado y de los
pueblos. La ética que prevalecía hasta entonces era la ética religiosa. Ahora,
un nuevo paradigma apuntaba hacia la ética racional, con o sin Dios.
En el siglo de la aparición del espiritismo en Europa fue
cuando, efectivamente, el Estado se desligó de la Iglesia. Sin embargo,
esto no sucedió sin una vigorosa reacción de la Santa Sede. Prácticamente
a lo largo del siglo XIX y hasta las primeras décadas del siglo XX, el proceso
de secularización en Occidente acabó dando lugar a inmensos conflictos entre
Estado e Iglesia, entre razón y religión.
De esa época son las más duras manifestaciones
eclesiásticas contra la libertad que, evidentemente, nunca serían suscritas por
la Iglesia de hoy. Probablemente la más significativa de ellas sea la
encíclica “Mirari Vos”, promulgada por el Papa Gregorio XVI (1832), que trata
de lo que llamó “errores modernos”, con una introducción que justifica su
promulgación, porque, en palabras del Pontífice:
“Violaron
las leyes, alteraron la ley, quebrantaron el pacto eterno. Nos referimos,
Venerables Hermanos, a las cosas que veis con vuestros propios ojos y que todos
lloramos con las mismas lágrimas. Es el triunfo de la malicia
desenfrenada, de la ciencia desvergonzada, de la disolución sin
límites. Se desprecia la santidad de las cosas sagradas, y la
majestad del culto divino, tan poderoso como necesario, y sin embargo
censurado, profanado y escarnecido. A partir de entonces, la santa
doctrina se corrompe y se difunden audazmente errores de todo tipo. Ni las
leyes sagradas, ni los derechos, ni las instituciones, ni las santas enseñanzas
están a salvo de los ataques y las malas lenguas”.
En ese documento, el obispo de Roma condena con
vehemencia la llamada “libertad de conciencia”, que atribuye a la indiferencia
religiosa, del que emana
“esa
sentencia absurda y errónea o, mejor dicho, locura que afirma y defiende a toda
costa y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error,
escudado por la inmoderada libertad de opinión, permite, con ruina de la
sociedad religiosa y civil, extenderse cada
día más y más por todas partes, con la imprudencia de algunos asegurando incluso que va seguido de un gran
beneficio para la sociedad a causa de la religión”.
En esta misma línea de razonamiento, el documento papal
condena lo que llama la “doctrina monstruosa” que predica la libertad de
prensa, ya que permitiría “la difusión de libros y escritos nocivos para
la humanidad”.
También rechaza la propuesta de separación entre Estado e
Iglesia, justificando así la posición:
“Las
mayores desgracias vendrían sobre la religión y el Estado, si se cumplieran los
deseos de quienes querían la separación de la Iglesia y el Estado, rompiendo la
armonía entre el sacerdocio y el poder civil.”
Al momento de la promulgación de
esta encíclica (1836), el espiritismo aún no había sido sistematizado por Allan
Kardec, quien recién lo haría en 1857, con la publicación de El Libro de los
Espíritus. Pero todos los antecedentes históricos mencionados, en
particular a partir de la Revolución Francesa (1789), justificaron el
movimiento eclesiástico de repudio a las nuevas ideas, perdiendo el
protagonismo que la Iglesia y el clero habían mantenido durante tantos siglos.
Estos mismos temas, la libertad de expresión, de
conciencia y de prensa, así como la separación de Iglesia y Estado, seguirían
siendo duramente atacados por otros Sumos Pontífices, como León XIII, Pío IX y
Pío X, en bulas y manifestaciones recurrentes. de los Jefes de la Iglesia en el
siglo XIX.
Vale recordar otra célebre encíclica promulgada en 1864
por el Papa Pío XIX, con el título de “Quanta Cura”, que se acompañaba de un
célebre documento, el Syllabus, donde la Iglesia enumera lo que entiende que
son los grandes errores de la modernidad secular, citando como tales: el
comunismo, el socialismo, el liberalismo cultural y religioso, el naturalismo,
las sociedades secretas y otras ideas en gran ebullición en la época. No
habla de espiritismo, pero, en la medida en que condena el “naturalismo”, o
sea, la idea de la superioridad de la Ley Natural sobre la Ley Divina o
Eclesiástica, toca exactamente el núcleo de la moral y de la ética espírita,
presente a lo largo de la tercera parte de El Libro de los Espíritus.
Uno de los puntos más atacados del Syllabus es la
regulación estatal del matrimonio, anteriormente administrado exclusivamente
por la Iglesia que lo consideraba un sacramento, mientras que ante el Estado,
no es más que un contrato civil entre los cónyuges. En la misma línea,
condena el divorcio, ya que para la Iglesia el matrimonio es un vínculo
indisoluble.
Laicismo y
espiritismo
Afortunadamente, poco a poco, la idea, tan arraigada en el movimiento
espírita brasileño, de identificar
el espiritismo como una religión se va quedando atrás. La profundización
del estudio de la vida y obra de Allan Kardec, sanamente introducida hace casi
medio siglo en el propio movimiento, y hoy objeto de ricas ampliaciones por
parte de investigadores e intelectuales espíritas, ha hecho clara la intención
de su fundador conceptualizar el espiritismo como una ciencia con consecuencias
filosófico-morales y no como una religión.
Como el espiritismo no es una religión, como dijo Kardec
en su célebre Discurso de Apertura el 1° de noviembre en la Sociedad Parisina
de Estudios Espíritas, y no pretendiendo “embellecerse” con un título que no
tiene, se le puede tratar como un movimiento espiritualista, humanista y laico.
Ser laico no implica necesariamente
ser antirreligioso. Se pueden respetar perfectamente todas las creencias, reconocer en ellas
algunas aportaciones relevantes en el campo del proceso de desarrollo ético y
moral de la humanidad, pero al mismo tiempo, negarles la posibilidad de
injerencia basada exclusivamente en artículos de fe, en el campo de las
relaciones estatales y en la formulación de leyes y políticas
administrativas. Este laicismo, reconocido como “sano”, incluso por un
Papa conservador como lo fue Benedicto XVI, separando Iglesia y Estado es hasta
necesario para el buen desarrollo ético, plural y democrático de la sociedad.
Las obras fundacionales del espiritismo, aun poniéndolo a
condición de promover la “alianza entre la ciencia y la religión”, no se ocupan
de las “revelaciones divinas” como lo hacen todas las religiones a través de
sus libros sagrados. La moral adoptada por el espiritismo es la contenida
en la “ley natural”, que “indica lo que debemos hacer y lo que no debemos
hacer”, y que está inscrita “en la conciencia” del espíritu inmortal (preguntas
614 y siguientes de El Libro de los Espíritus).
Eso no es religión, eso es filosofía. Una filosofía
progresista que, partiendo de la condición trascendente y espiritual del ser
humano, reconoce también en la razón y no en los dogmas religiosos el camino
del progreso, en la búsqueda de la verdad, en un clima de libertad, igualdad y
fraternidad.
La laicidad, desde cuya perspectiva el espiritismo
contempla el ESPÍRITU – “principio inteligente del universo”, según la pregunta
23 de El Libro de los Espíritus – tiene como presupuesto ineludible la libertad
de pensamiento. Esto, según Kardec, significa “libre examen, libertad de
conciencia, fe razonada”. A diferencia del dogma religioso, “el libre
pensamiento eleva la dignidad del hombre, convirtiéndolo en un ser activo e
inteligente, en lugar de una máquina creyente”. (Revista Espírita, 1867).
Esta perspectiva asumida por el espiritismo lo coloca
enteramente del lado del laicismo y no de la religión, en este choque que se
produjo a lo largo del siglo XIX entre la Iglesia y el Estado Moderno.
Y precisamente por estar del lado del laicismo el
naciente movimiento espírita, dirigido por Allan Kardec, sufre los embates de
la Iglesia. Así lo registra Kardec en su artículo “Período de Lucha”,
publicado en la Revista Espírita en diciembre de 1863, y que, según él, se
inició con el Auto de Fe de Barcelona el 9 de octubre de 1861, donde se dió
“…la consigna: furiosos sermones, mandamientos,
anatemas, excomuniones, persecuciones individuales, libros, folletos,
artículos periodísticos, nada se ahorró, ni siquiera
calumnias. Estamos, por lo tanto, en medio de un período de lucha, pero
no ha terminado”.
La palabra "laicismo" no
aparece en la obra de Kardec, pero toda su obra, fundada en las revelaciones de
la ciencia y en los dictados de las leyes naturales, rechaza el dogma religioso
como fuente de conocimiento, sustituyéndolo por la razón, la experiencia
humana, el intercambio entre la humanidad encarnada y la humanidad
desencarnada, movida por la ley del progreso.
El laicismo y la laicidad serían banderas que aparecerían
en las décadas siguientes y fueron muy utilizadas, por ejemplo, en el 1º Congreso
Espírita Internacional de 1888, en Barcelona, en cuyas conclusiones aparece
esta recomendación a los espíritas de todo el mundo:
“El
esfuerzo constante por difundir la laicidad en todos los ámbitos de la
vida. – Libertad absoluta de pensamiento, educación integral para ambos
sexos y cosmopolitismo como base de las relaciones sociales”.
En el Congreso Espírita de Barcelona, así como en el
Congreso Hispanoamericano de Espiritismo en Madrid (1892), pensadores como el
español Vizconde de Torres-Solanot (1840/1902) y el francés Charles Fauvety
(1813/1893) utilizaron ampliamente la expresión “religión secular” para definir
el espiritismo.
La expresión “religión laica”, quizás por conllevar
cierta ambigüedad, no se sostendría con el tiempo.
En mi opinión, el esfuerzo de los espíritas
verdaderamente librepensadores de hoy debe estar encaminado a identificar el
espiritismo con movimientos seculares, humanistas, capaces de inspirarse en la
investigación científica y encaminados a crear políticas de bienestar social,
de progreso y de fraternidad entre todos los pueblos y personas. La
propuesta espírita difundida en su totalidad y, en particular, a partir de las
preguntas y respuestas contenidas en la tercera parte de El Libro de los
Espíritus, que trata de las "leyes divinas o naturales", está en
consonancia con todos los anhelos en favor de una sociedad próspera y
feliz. El movimiento espírita, en su conjunto, puede ser un auxiliar
eficaz en este proceso. Como dijo Kardec:
“El espiritismo no crea la renovación social; La
madurez de la humanidad hará necesaria esta renovación. Por su poder
moralizador, sus tendencias progresistas, la amplitud de sus puntos de vista,
la generalidad de los temas que aborda, el Espiritismo es más apto que
cualquier otra doctrina para apoyar el movimiento de regeneración; por lo
tanto, es un contemporáneo de este movimiento".
Apoyar, como quería Kardec, significa sumarse a todos
estos movimientos progresistas, contribuyendo con ellos desde su visión de
Dios, del hombre y del mundo. Cabe señalar que la misma Iglesia Católica,
hoy bajo la dirección del Papa Francisco, toma posiciones diametralmente
opuestas a las expuestas en los documentos oficiales de la Iglesia del siglo
XIX. En la medida en que acoge y deja de condenar la homosexualidad; invitando
a sus cultos a las parejas que se divorciaron de sus anteriores cónyuges;
enfocando la acción de la Iglesia sobre los empobrecidos; desarrollando
políticas sociales en defensa de los socialmente excluidos; se podría decir que
la Iglesia se seculariza y va al encuentro del pluralismo religioso y el
laicismo que tanto condenaba en el siglo XIX.
Sin embargo, hay un creciente segmento cristiano que
asume posturas conservadoras, en las costumbres, en la política, en la
predicación de la fe ciega que separa lo “bueno” de lo “malo”. Y estos
segmentos, especialmente en Brasil, ganan posiciones políticas
importantes. Tuvieron, en el gobierno de los últimos cuatro años, enorme
influencia y fueron responsables de la implantación de un clima de odio. Supuestamente
escudados por la fe, obstaculizaron importantes avances en la propia ciencia,
en el campo político/social y en asuntos como el sexo y la igualdad de
género. Contaminaron el sector educativo con conceptos moralistas
obsoletos y sembraron mucha intolerancia religiosa, especialmente en lo que se
refiere a creencias y cultos de origen africano. En fin, trataron de
implantar un régimen teocrático, donde la Biblia, y no la Constitución, debía
tomarse como la Ley Mayor.
Tenemos que prestar atención a la historia. Todos
los grandes avances civilizatorios de la Modernidad, la democracia, la igualdad
de derechos civiles, la abolición de la esclavitud, la extinción de la pena de
muerte en la mayoría de los países, y otros, fueron realizaciones de la sociedad
laica y, casi siempre, en contra de los intereses defendidos por la
religión. Durante siglos hemos sido acondicionados a creer y aceptar las
injusticias sociales como pruebas divinas. El conocimiento que tomó el
lugar de la creencia fue, y, en muchas circunstancias continúa siendo, una
lucha cuesta arriba.
Está en la naturaleza de la religión el deseo de
conservar bajo su dominio, revestidos de dogmas y misterios insondables, los
temas relacionados con el alma humana, su naturaleza, su origen y su destino. Sin
embargo, la espiritualidad es mucho más que religión y mucho más que una simple
creencia. Es la búsqueda de una comprensión integral del ser humano, que
va más allá de ritos y misterios, para ser compatible con la ciencia, la
filosofía, el amor y todos los nobles sentimientos sembrados por la naturaleza
en el alma humana.
Finalmente, el laicismo es importante e indispensable
para el estado democrático de derecho. Una sociedad regida por dogmas de
fe y no por la expresión de la voluntad de sus ciudadanos, no es compatible con
la libertad de pensamiento; se vuelve esclava, subordinada, a individuos
generalmente incapaces de ejercer el poder, pero que, en virtud de una
pensamiento mágico e irracional, se erigieron como “representantes de
deidades”.
Sólo el laicismo puede garantizar el primer mandamiento
de una democracia: “Todo poder emana del pueblo y se ejercerá en su nombre”.
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Referencias bibliográficas e información de medios
1) Diario Zero Hora, número del 23 de
septiembre de 2012.
2) Encíclica “Mirari Vos”, promulgada por el
Papa Gregorio XVI, en 1832.
3) Encíclica “Quanta Cura”, promulgada por el
Papa Pío XIX, en 1864.
4) “Monopolio de lo Sagrado”, Francisco Catão y Magno
Vilella – Editora Best Seller.
5) “El Libro de los Espíritus”, de Allan Kardec.
6) “La Génesis”, 5ª edición – Allan Kardec.
7) “Revista Espírita”, febrero 1867 y diciembre 1868.
8) Anales del Primer Congreso Espírita Internacional en
Barcelona/1888 – www.autoresespiritasclassicos.com.
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